EL TTIP feroz

26 May, 2016

Captura de pantalla 2016-05-26 13.13.56«Soy enfermera quirúrgica y grabo este vídeo desde mi casa para denunciar un hecho muy grave. Todo el mundo tiene que saber que PP, PSOE, UPyD y CiU se han unido para cometer el mayor atentado contra la democracia desde el 23-F». Se trata de Marta Sibina, una activista que el pasado diciembre saltó desde la revista Cafè amb Llet y las denuncias sobre la corrupción en la gestión de la sanidad en Girona al Congreso como diputada de En Comú Podem.

El vídeo, que ya han visto casi medio millón de personas (ni en sus mejores sueños se imagina la Comisión Europea que una cifra así de gente escuchara sus argumentos sobre el TTIP), rebosa de afirmaciones apocalípticas sobre el TTIP. Si dicho tratado se aprueba, afirma, se anularán todas las regulaciones, los derechos laborales, la privacidad y la protección del medio ambiente. El resultado será que el Parlamento quedará inutilizado (sic) y que las multinacionales gobernarán Europa. Exijamos por tanto un referéndum para parar el tratado, concluye, y así evitar el fin de la democracia.

La pieza resume a la perfección lo que ya se ha convertido en la visión convencional sobre el TTIP en un amplio sector de la opinión pública europea. Y ayuda a entender por qué dicho tratado se ha convertido en una de las peores pesadillas de la Comisión Europea, desbordada por el hecho de que el activismo político en la Red se haya cebado tan fuerte y exitosamente en unas negociaciones comerciales que la mayoría de los expertos consideran que tendrán, de lograr concluirse (lo cual no está ni mucho menos asegurado), impactos relativamente menores a ambos lados del Atlántico (tanto positivos como negativos).

Pero del vídeo, de escasos 13 minutos, no llama tanto la atención la calidad de los argumentos y de los datos que se ofrecen (inexistentes, tergiversados o sesgados), sino precisamente lo contrario: que a alguien con una formación en enfermería quirúrgica le resulte tan fácil hacer afirmaciones de tanto calado sobre un tema tan complejo y sobre el que los expertos están muy lejos de ponerse de acuerdo. Porque hablamos de los efectos de la liberalización comercial y de inversiones (que en su mayor parte, se olvida, ya están liberalizadas) entre dos bloques económicos que suman 800 millones de personas y representan el 60% de la economía mundial, algo que requiere complejas simulaciones econométricas basadas en escenarios y supuestos cambiantes y que por su propia naturaleza nunca será concluyente.

Por necesidad, como ocurre siempre con un tratado comercial, habrá ganadores y perdedores, sectores que se beneficiarán porque son más competitivos y otros que sufrirán la competencia y se tendrán que ajustar, pero en términos generales solo se firmará si ambas partes estiman que las ganancias netas de cada bloque serán superiores a los costes. Esa es sin duda la tarea de los negociadores de la Comisión, pero también del Consejo de la Unión y del Parlamento Europeo, cuya misión es fiscalizar y, en último extremo, ratificar ese acuerdo.

Pero ese es precisamente el valor añadido del activismo tal y como se está conformando en la Red: el de contraponer la sencillez y la honestidad de las personas normales (“aunque no sepa mucho del tema, ¿por qué nos iba a engañar?”) a la corrupción moral de las instituciones y los expertos que trabajan para ellas, que se presupone (“políticos y expertos se han puesto al servicio de las multinacionales o han sido comprados por ellos”), convirtiendo lo común (las negociaciones comerciales, por lógica, siempre son secretas, no así sus resultados, que deben ser ratificados y publicados) en prueba de anormalidad (“no nos quieren contar la verdad”).

No deja de ser una prueba más de la degradación de la democracia que el debate público se base en una sospecha perpetua sobre las razones últimas de toda iniciativa política. El TTIP es debatible y discutible. Los debates sobre privacidad, cláusulas sobre resolución de disputas entre inversores o estándares medioambientales son legítimos y necesarios. Pero resulta imposible hacerlo cuando la discusión ha sido zanjada de antemano en términos morales y sobre la base de prejuicios ideológicos sobre el comercio, Estados Unidos o las inversiones.

Como las primarias norteamericanas están demostrando, necesitamos una buena discusión sobre globalización, comercio, inversiones y estándares medioambientales y laborales. Pero esa discusión no debe incluir solo al Tío Sam, fetiche preferido de la izquierda altermundialista, siempre recelosa de todo lo que lleva la bandera estadounidense encima. En un país como España, donde raramente vemos activismo relacionado con los estándares medioambientales o laborales de los productos que compramos (¿quién hace la ropa que llevamos, cómo se produce la comida que comemos?), el TTIP se ha convertido en el lobo feroz de la globalización. Si de verdad el libre comercio con EE UU es una amenaza existencial a la democracia y, a la vez, los derechos de chinos, marroquíes, bangladesíes o los mismos subsaharianos que recogen dentro de España la fruta que comemos están fuera de la agenda política, entonces es que nos hemos perdido varias temporadas de la serie Globalización.

El nuevo gran juego digital

2 May, 2016

Captura de pantalla 2016-05-03 00.06.08Entre 1813 y 1907, la Rusia zarista y el Imperio Británico se disputaron el control por el inmenso territorio que se extendía entre Persia y la India. Para los británicos, el control de Asia Central y, especialmente, Afganistán, resultaba esencial para preservar su dominio sobre India, la joya de su imperio. Para los zares, Asia Central constituía el ámbito natural de su expansión colonial y una pieza esencial en su búsqueda de la salida al Índico. Esa competición geopolítica, popularizada por Rudyard Kipling en su magistral Kim (1913), es conocida como El Gran Juego, un término acuñado por Arthur Conolly, explorador, aventurero y oficial de inteligencia del 6º Regimiento de Caballería Ligera bengalí de la Compañía de las Indias Orientales.

Otro gran juego, de naturaleza similar, está hoy en marcha, el del control sobreInternet. En su origen, Internet iba a ser un espacio de libertad en el que no existieran los Estados, las ideologías ni el poder, sólo individuos libres comunicándose entre ellos. Pero ese sueño libertario imaginado por unos jóvenes en vaqueros amantes del surf y de las playas de California es cada vez más una utopía irrealizable. Internet se ha convertido hoy en un espacio de competición geopolítica que los Estados aspiran tanto a controlar como a evitar que otros controlen. Igual que los ejércitos entendieron en su momento que el espacio era, junto con la tierra, mar y aire, una dimensión en la que competir militarmente, las Fuerzas Armadas de hoy tienen ciberfuerzas con las que luchar por el ciberespacio y estrategias de ciberseguridad.

Vivimos bajo el síndrome del terrorismo yihadista, pero el último informe de seguridad del responsable de seguridad nacional estadounidense, James Clapper, considera las amenazas ciberespaciales potencialmente más dañinas que las provenientes del autoproclamado Estado islámico en Raqa. Nuestra forma de vida depende la conectividad y de Internet; cualquiera capaz de irrumpir y destruir ese espacio nos sitúa al borde del abismo, sea hackeando el sistema financiero, las redes eléctricas o las centrales nucleares. Fuera de nuestras miradas hay una carrera de armamentos digital en la que China, Rusia, Israel y Estados Unidos llevan la delantera: el poder de destrucción de las armas cibernéticas pronto se igualará a las biológicas, químicas y nucleares, lo que requerirá Tratados internacionales que limiten su uso. Un gran juego ciertamente peligroso.

Pero Internet no sólo es un espacio, sino un activo económico de primer orden, un vector de poder estatal comparable a la energía o la demografía. Quien no tenga capacidad industrial digital será irrelevante económicamente y no podrá hacer valer sus principios, intereses ni valores. Igual que la espuela, la pólvora o la máquina de vapor redistribuyeron el poder entre Estados, estamos ante una nueva revolución industrial, esta vez de carácter digital. Quien domine esa economía prevalecerá, quien no lo haga sucumbirá. Estados Unidos es ya el ganador de esa revolución industrial, seguido por China: no sólo tiene las Universidades y los centros de innovación sino el capital riesgo, la escala industrial y demográfica adecuada y la unidad política necesaria. De ahí que las diez primeras empresas tecnológicas del mundo sean estadounidenses frente a ninguna europea. Europa podría ganar ese gran juego si quisiera, pues tiene los recursos para hacerlo, pero antes debería tomar conciencia de que su futuro se juega ahí, completar su mercado interior digital y aprender a fomentar y retener la innovación para que sus jóvenes talentos no emigraran a Silicon Valley en busca de capital y oportunidades. Una tarea hercúlea, pero no imposible, para una Europa debilitada.

Además de un espacio y un recurso económico, Internet es un poderoso medio de comunicación. Como en el pasado la escritura, la imprenta, el telégrafo, la radio o la televisión, Internet permite la difusión del conocimiento y la cultura, y con ellos de los valores asociados a ellos, por todo el planeta. Ahí se plantea otro espacio de conflicto, esta vez entre los valores que los occidentales consideramos universales y que otros consideran una amenaza existencial para su poder. Internet permite conectarse entre sí a los activistas de la plaza de Tahrir en Egipto o a los que protestan contra el Gobierno en Hong Kong, también saber en tiempo en real que las Damas de Blanco cubanas han sido confinadas en su domicilio ante la visita de Obama. Pero también incita a gobiernos como el chino, ruso, norcoreano, iraní o saudí erigir barreras y bloquear el acceso de sus ciudadanos a fuentes de información que cuestionen su autoridad y permite a los terroristas reclutar nuevos adeptos y organizarse para acabar con nosotros. Hoy en día, los valores viajan en bits y se bloquean en bits, convirtiendo Internet en un gran espacio de lucha por la hegemonía cultural y los valores. Quien no sepa entender y jugar ese gran juego quedará fuera de juego.

Aquel Gran Juego acabó en tablas geopolíticas, con Rusia dominando Asia Central y el Reino Unido preservando India y el control sobre Persia, Afganistán y Tíbet, no sin algunas derrotas humillantes, como la sufrida en Kabul en 1842, en la que la guarnición británica, con 4.500 efectivos, fue totalmente aniquilada. El destino de Conolly fue menos afortunado: despachado a Bujara (Uzbekistán) a negociar la liberación del teniente coronel Charles Stoddart con el Emir Nasrullah Khan, acabó decapitado en la plaza pública de Bujara junto con Stoddart. Dicen los historiadores, seguramente sobrevalorando el peso de la anécdota, que el fatal desenlace pudo deberse a un malentendido: mientras que en el código militar británico el respeto imponía saludar al anfitrión antes de desmontar, en el código tribal de los kanatos de Asia Central, saludar desde el caballo constituía una muestra imperdonable de arrogancia que el Emir no podía dejar impune.

Conolly sabía estar jugando un gran juego, pero las reglas no estaban claras. Stoddart había sido enviado a negociar una alianza inviable y acabó ejecutado. Algo parecido nos pasa, salvando las distancias y los bits, con el nuevo gran juego digital: sabemos que estamos jugando un juego geopolítico y geoconómico con inmensas consecuencias sobre el poder, la prosperidad y la seguridad de los Estados y las sociedades. Pero ese juego carece todavía de reglas que lo ordenen. Hasta que las tengamos, habrá margen para malentendidos fatales. Europa no sólo tiene que jugar ese gran juego digital, sino luchar para que las reglas del juego mantengan Internet como un orden de libertad abierto en el que sociedades e individuos puedan prosperar con seguridad y ser libres. De lo contrario, Internet se parecerá más a un dominio feudal en manos de señores de la guerra que a un espacio público donde todos nos encontremos.

Publicado en la edición impresa del Diario ELPAIS el 1 de mayo de 2016

Por un gobierno débil

25 febrero, 2016

Captura de pantalla 2016-02-25 09.38.25Parece difícil en la España de hoy negar a nadie el derecho a la pesadumbre. Unir la línea de puntos que va desde la crisis económica hasta el aumento de las desigualdades, pasando por el desafío soberanista y el aumento de la corrupción, no parece requerir mucha destreza. Si a eso añadimos los problemas de liderazgo político, democracia interna y renovación que aquejan a los partidos políticos, el panorama puede ser bastante desolador. Y si como colofón nos detenemos en el patético espectáculo de las consultas y negociaciones para formar Gobierno, un mundo al revés dominado por espantadas, órdagos, bloqueos y tacticismos, cualquier atisbo de optimismo se disiparía más que por completo.

Peor aún pinta el futuro, dicen los agoreros. Si Pedro Sánchez consigue formar Gobierno, que seguramente no lo hará, nos avisan, alumbrará un Gobierno débil, encabezado por un líder sin margen y una coalición sin recorrido. Como no tendrá una mayoría amplia ni estable, nos advierten, solo tendrá dos opciones. No enviar leyes al Parlamento y así evitarse la humillación de ver sus propuestas continuamente derrotadas en la Cámara, quedando su Gobierno convertido en un zombi cuya supervivencia solo se explicará por la imposibilidad de que de un Parlamento tan fragmentado surja una coalición de 176 escaños que pueda armar una moción de censura y reemplazarle en La Moncloa. O bien intentar legislar pero fracasar una y otra vez en el empeño hasta que, acosado por la izquierda, la derecha y los nacionalistas, se viera abocado a convocar elecciones anticipadas a los pocos meses de haber sido investido.

 En cualquiera de los casos, concluyen los augures, estaremos ante un fracaso del sistema político, con el consiguiente aplazamiento de las reformas que necesitamos para cerrar la triple brecha de desempleo, desigualdad y desafección dejada por la crisis. Incluso, señalan, podríamos deslizarnos hacia la quiebra en caso de que los mercados financieros se volvieran contra España. Por no hablar de lo que ocurriría si los independentistas dejaran atrás el juego de escaramuzas que han seguido hasta la fecha y, aprovechando la debilidad del Gobierno, pasaran a una confrontación abierta con el Estado.

La buena noticia es que el pesimismo que domina hoy los análisis políticos, reproducido con mejor o peor fortuna en las líneas anteriores, no es obligatorio. Para reconstruir el ánimo reconsideremos por un momento la idea de que un Gobierno débil es algo negativo. Es seguro que un gran número de ciudadanos coinciden en que los Gobiernos que tenían mayoría absoluta y un horizonte de cuatro años de tranquilidad asegurada no han sido tan fantásticos como parecemos afirmar al añorarlos tan sentidamente.

No parece que lo ocurrido en España en los últimos años refrende esa preferencia por Gobiernos fuertes: al revés, la mayoría absoluta de la que ha disfrutado el PP en esta última legislatura ha sido tan mala para la democracia como para el propio partido. Por un lado, ha llevado al Gobierno a eximirse de la obligación de negociar y pactar, convirtiendo sus principales reformas en inaceptables para cualquier alternativa de gobierno. Por otro, le ha llevado no solo a calibrar mal la importancia de aquellos problemas (léase la corrupción, pero también la cuestión catalana) que ahora le pasan factura en forma de soledad política y pérdida de confianza por parte de la ciudadanía, sino a ignorar el doble problema que significa la falta de liderazgo de Rajoy y la ausencia de alternativa al mismo.

En un país con partidos políticos incapaces de renovarse desde dentro e instituciones demasiado débiles para resistirse a los abusos del poder ejecutivo, las mayorías absolutas son tan autodestructivas que parecen haberse convertido en el único elemento capaz de desencadenar el desalojo total del poder. Tiempo tendremos de saber si la superación de los Gobiernos fuertes basados en mayorías absolutas abrirá el paso a la regeneración democrática. De momento, la correlación de fuerzas que ha surgido de las urnas en las pasadas elecciones del 20-D solo hace posible Gobiernos basados en amplios apoyos externos, bien se materialicen como un apoyo puntual para la investidura, en otro estable y duradero para asegurar la tarea legislativa, en uno que busque compartir la tarea de gobierno o simplemente en el que permita la sucesión de pactos de no agresión entre algunas fuerzas con el fin de evitar una serie de males mayores (la repetición de elecciones, el desafío soberanista, etcétera).

De todo esto se deduce que si por un Gobierno débil nos referimos a uno que sea, por fin, humilde ante el Parlamento y el resto de fuerzas políticas, transparente ante los medios de comunicación, incapaz de eludir la rendición de cuentas ante la ciudadanía y obligado a pactar sobre los asuntos fundamentales que determinan el futuro del país, quizá sean muchos los que se apunten a un Gobierno débil. Una hipótesis esta convergente con la satisfacción que, a decir de las encuestas, los ciudadanos muestran con la pluralidad partidista emanada de las urnas.

Es cierto que España está en una coyuntura crítica. Pero también que, pese a la tendencia flageladora que insiste en retrotraer todos nuestros problemas a un ser español que nos predispondría genéticamente al fracaso histórico, lo cierto es que los problemas que tenemos los españoles son propios de las democracias maduras, con economías abiertas y sociedades envejecidas que nos rodean. La desafección política, la fragmentación partidista, la emergencia de nuevos partidos políticos, las tensiones populistas, los problemas relacionados con el cambio de modelo productivo y las dificultades para gobernarnos en un marco de fuerte integración económica supranacional son la norma antes que la excepción en nuestro entorno. El último Gobierno fuerte que disfrutó de una mayoría absoluta logró un récord de desafección ciudadana. Ahora nos disponemos a ensayar con un sistema de cuatro partidos, Gobiernos débiles, políticas de coalición y Parlamentos fuertes. Todo muy europeo, por fin. En cualquier caso, siempre nos quedará la posibilidad de, tras un tiempo de experimento, volver a sufrir Gobiernos fuertes con mayoría absoluta. El desánimo es, claro está, un derecho, pero no un deber.

Publicado en la edición impresa del Diario ELPAIS el 23 de febrero de 2016

El gen populista

25 febrero, 2016

Captura de pantalla 2016-02-25 09.34.33Hablar de populismo requiere deslindar dos ámbitos y lenguajes. En el lenguaje de la contienda política que se transmite y escenifica a través de los medios de comunicación, el adjetivo populista es utilizado para descalificar a quien apela a los bajos instintos del votante con mentiras, groseras manipulaciones y promesas de imposible cumplimiento. En el fragor de la batalla se distingue al populista porque busca la complicidad con el pueblo en lugar de interpelar a la ciudadanía, el más importante sujeto colectivo de una democracia. También cuando niega la existencia de ideologías, declara superada la división izquierda y derecha o se postula como puente trascendente entre ellas. Al populista se le detecta, además, en la aspiración a dividir y polarizar a la ciudadanía en dos grupos antagónicos (ricos frente a pobres, gente sencilla frente a casta) o en el señalamiento de una serie de enemigos, exteriores o interiores, como responsables de los males de la nación o pueblo y la consiguiente demanda de liberación de su yugo opresor; una larga lista que incluye, según los momentos, la oligarquía, Angela Merkel, el neoliberalismo, la Unión Europea o los mercados financieros.

Pero más allá del día a día de la política, la ciencia política estudia el populismo como un fenómeno complejo, variado y mutante, que afecta a sociedades distintas en momentos separados en el tiempo. Un primer populismo, el de los años treinta, supuso la quiebra de las democracias y su bifurcación en dos sendas totalitarias (comunista y fascista) mortalmente enfrentadas entre sí. Posteriormente, después de la II Guerra Mundial, proliferó un populismo de corte conservador-autoritario. En ese segundo tipo de populismo encontramos a los generales o próceres autollamados a salvar a la patria de un enemigo exterior, librarlas del caos interior o asegurar el desarrollo económico, siempre, por supuesto, a costa de la democracia y de las libertades y derechos individuales. Ahí están los generales Perón, Franco o Trujillo, Sukarno en Indonesia y Park Chung-hee en Corea del Sur, pero también el padre de Singapur, Lee Kuan Yew, que gobernó el país de 1959 a 1990 bajo una máxima muy sencilla de entender y aplicable en todo tiempo y lugar: “Nosotros decidimos lo que es correcto, no importa lo que la gente piense”.

 Todos esos espadones u hombres-fuertes sostuvieron la excepcionalidad de sus personas, países, pueblos y destinos, y elaboraron doctrinas políticas que justificaran la inevitable necesidad de su autoridad y la virtud de sus regímenes políticos como alternativas superiores a la (siempre corrupta) democracia representativa. Sin embargo, pese a la pretensión excepcionalista, nada hay más universal y menos autóctono que los valores del populismo conservador-autoritario: detrás de doctrinas tan geográficamente distantes entre sí como el nacional-catolicismo (todavía vigente hoy, parece, en Polonia) como en la apelación a los “valores asiáticos” para justificar la limitación de la democracia, encontramos los mismos elementos constitutivos (autoridad, familia, patriarcado, ley, orden, dios, patria o justicia) y un mismo rechazo a aceptar la idea de que los pueblos se pueden gobernar a sí mismos de forma libre y pacífica.

A ese largo reinado de los populismos autoritarios y desarrollistas de derechas le sucedió (especialmente en la América Latina que transita en los años noventa del siglo pasado por su propia crisis política y económica) un tercer populismo, esta vez de izquierdas. Si los populismos conservadores que les precedieron se basaban en la exclusión, en el rechazo a la participación del pueblo, los nuevos populismos arrancaron desde el paradigma contrario: la inclusión de los hasta ahora excluidos de la política, fueran indígenas, mestizos o, directamente, clases populares. La revolución bolivariana que impulsó Hugo Chávez en Venezuela y que tan hondamente inspirara a Evo Morales en Bolivia, a Rafael Correa en Ecuador y a los líderes de Podemos en sus épocas formativas supone no sólo el reencuentro de la izquierda radical con el pueblo, sino con los instrumentos típicos de la democracia (las elecciones y la representación política), hasta entonces despreciadas como artefactos de una democracia liberal que se pretendía superar. El populismo de izquierdas prescinde de la clase obrera, designada por Marx como sujeto histórico, supera la incomodidad tradicional de la izquierda con la idea de nación, considerada más propia de la derecha y del fascismo, sitúa al pueblo y la soberanía en el centro de su actuación y se planta ante las urnas con la esperanza de ganar el poder democráticamente para (aunque no lo confiese públicamente) reemplazar la vieja democracia liberal por un nuevo tipo de socialismo democrático.

Pero ahí no acaba la historia del populismo. Los populistas de izquierdas han encontrado un duro competidor en los nuevos populistas de la derecha xenófoba que triunfa en la Europa occidental más rica y, creíamos, blindada democráticamente.Marine Le Pen en Francia, Nigel Farage en el Reino Unido y la pléyade de populista suecos, daneses, holandeses, suizos, etcétera (también, por cierto, Donald Trump en EE UU), están enarbolando la bandera de la inclusión, los derechos sociales y la soberanía frente al enemigo exterior. Este enemigo puede ser la Unión Europea y su proyecto cosmopolita y supranacional, denostado como una nueva “cárcel de pueblos”, en referencia a la acusación que se vertía sobre el falso internacionalismo de la Unión Soviética. Pero también figuran en la lista de enemigos el islam, reconceptualizado en islamofascismo, o los extranjeros, acusados de mancillar la pureza y valores de la nación con sus vidas parasitarias y su rechazo a la asimilación. Muchos de estos nuevos partidos populistas utilizan el término libertad o democracia en sus siglas, se parapetan tras la laicidad e incluso dicen defender los derechos de la mujer y de los homosexuales frente al islam. Todo ello con el fin de fingir un barniz democrático y blanquear la toxicidad de sus pretensiones autoritarias, nacionalistas y de limpieza étnica.

De esta inmensa variedad y evolución populista se desprende una verdad algo incómoda: que dentro de nuestras sociedades parece haber un gen populista, una predisposición a la identificación tribal, étnica o nacionalista que pugna por situarse por encima de la consideración de todos nosotros como ciudadanos libres e iguales, sujetos de derechos inalienables. Es como si las democracias tuvieran una inclinación atávica al suicidio que sólo necesitara de los estímulos adecuados y del solapamiento de quiebras políticas, económica y sociales. ¿Si no, cómo explicamos su insoportable recurrencia?

Publicado en el Diario ELPAIS el 21 de febrero de 2016

José Ignacio Torreblanca es profesor de la UNED y autor de Asaltar los Cielos: Podemos o la política después de la crisis (Debate, 2015). @jitorreblanca

Volver al mundo

17 diciembre, 2015

Captura de pantalla 2015-12-17 09.16.24Si las encuestas no se equivocan, nos adentramos en terra incognita. Pero gobierne quien gobierne después del 20-D, España deberá volver al mundo. Para hacerlo deberá primero superar tres obstáculos que han lastrado su proyección internacional. El primero es nuestra ausencia de los grandes foros internacionales. Pese a la internacionalización de su economía, el carácter global de su lengua o su posición geográfica a caballo entre América, Europa y el norte de África, ni España acoge ningún foro internacional relevante ni hay suficientes españoles en los foros o instituciones más importantes donde se debaten las ideas y se construyen las redes sobre las que se asienta la influencia de un país. Reforzar esa presencia es una tarea de todos: del Gobierno, oposición, empresas, medios de comunicación y sociedad civil. Sin ella, España será irrelevante en las decisiones que afectan a su futuro.

 El segundo lastre tiene que ver con la calidad de sus instrumentos de acción exterior, que antes de la crisis experimentaron procesos de crecimiento acelerado y sin mucho criterio para luego sufrir un proceso de recortes que ha dejado maltrecha nuestra capacidad de acción exterior. Destaca la burbuja armamentística, tan escandalosa como inadvertida por la ciudadanía, responsable de un reguero de deudas cuya satisfacción ha requerido enormes sacrificios presupuestarios en tiempos de crisis y que por ende ha dejado a nuestras Fuerzas Armadas en unos preocupantes niveles de operatividad. Pero tampoco le van a la zaga los excesos de la cooperación al desarrollo en tiempos de bonanza, ahora convertidos en escasez crónica de recursos esenciales para construir un mundo más justo. Aquí como en tantos otros sectores, el espacio para las reformas y la sostenibilidad a largo plazo ha desaparecido bajo el péndulo que va de la burbuja sin control al recorte sin criterio. Ese tridente de acción exterior que forman la cooperación, la diplomacia y las políticas de paz y seguridad tiene que ser recompuesto para que sirva a los intereses de nuestro país.

El tercer elemento tiene que ver con la baja calidad de nuestro debate público sobre cuestiones internacionales. Como en otros ámbitos de nuestra vida pública, aquí también la polarización y los clichés sustituyen con demasiada frecuencia al intercambio de argumentos y datos. Es difícil no sentir envidia ante los debates habidos estos días en Reino Unido y Alemania sobre cómo actuar en reacción a los atentados de París: dos países con culturas de seguridad radicalmente distintas han mostrado un mismo aprecio por el rigor y la calidad del debate público.

 Sin esos tres elementos (presencia internacional, instrumentos eficaces y debate de calidad) los españoles seguiremos haciendo eso que tan bien se nos da desde siempre: debatir apasionadamente entre nosotros mismos, de espaldas al mundo y sin ninguna posibilidad de incidencia real sobre los problemas que nos afectan.

Dos problemas marcarán nuestro futuro más inmediato. El primero es la cuestión europea. El proyecto europeo, digámoslo sin tapujos, está gripado. Su exasperante lentitud decisoria y la falta de instrumentos para actuar van a suponer una década perdida en términos de crecimiento y empleo para España. Europa entra en su octavo año de crisis sin haber resuelto Grecia y sin haber completado la unión económica y monetaria con los instrumentos de gobernanza económica y fiscal necesarios. La legitimidad de la Unión Europea pende casi exclusivamente de su eficacia. Si Europa no crece y no crea empleo no generará legitimidad entre la ciudadanía para sostener la integración política: al contrario, generará desafección, y con ello veremos aumentar más el nacionalismo, el populismo y la xenofobia, con la vuelta a las fronteras y a los egoísmos nacionales, como ya estamos viendo a raíz de la crisis de refugio y asilo. España, más pendiente de salvar el día a día que de mirar hacia el futuro, ha estado ausente del debate europeo o ha dejado que lo lideren otros, siendo difícil distinguir su impronta en los diseños que se han puesto encima de la mesa. Toca ahora volver a impulsar el proceso de integración, forjar las coaliciones necesarias y liderar la transformación de Europa para que sirva a las necesidades de España: de lo contrario, la ciudadanía dará la espalda al proyecto europeo.

Los problemas de arquitectura institucional y legitimidad política que experimenta la UE son, con todo, las ramas que no nos dejan ver el bosque, un bosque en el que siguen presentes enormes retos, desde el demográfico, al energético o la revolución digital, una nueva revolución industrial que está transformando el mundo y las relaciones de poder entre Estados y que a Europa se le está escapando entre los dedos por culpa de su fragmentación económica y su miopía política. El desfase entre los tiempos de la integración europea a 28 miembros y el ritmo de los cambios y necesidades económicos y tecnológicos sitúa a Europa en riesgo de entrar en un declive prolongado.

El segundo problema que vamos a enfrentar tiene que ver con nuestra seguridad exterior. La amable burbuja de seguridad dentro de la que el proyecto de integración europeo se ha desenvuelto durante décadas ya no está ahí. Finalizada la Guerra Fría pensamos que la retirada del paraguas estadounidense no requeriría la creación de una capacidad de defensa específicamente europea. Al contrario, la combinación del proceso de ampliación de la UE hacia el este de Europa con la modernización económica tanto de nuestra vecindad oriental como del norte de África generó un colchón de prosperidad que nos hizo pensar en la Europa de la seguridad y defensa más como una reliquia de la guerra fría que como una necesidad ineludible.

España, pese a su europeísmo, no ha sido ajena a este proceso de despreocupación por las cuestiones de seguridad y defensa, a lo que se ha añadido una crisis económica que las ha situado en segundo plano. Pero el espejo de la posguerra fría y el multilateralismo eficaz se ha roto. Nos guste o no, aunque Europa haya logrado la paz y esté en paz consigo misma, no va a vivir en paz. Porque el desafío que plantea el terrorismo yihadista va a requerir estrategias que integren todos los medios disponibles, incluido, en una u otra medida, el militar. Y lo va a requerir durante un tiempo prolongado y con apoyo de la sociedad. Dada su cultura de seguridad, no es probable que España esté en la primera línea; por eso precisamente deberá estudiar cómo contribuir a su propia seguridad y, a la vez, ser un socio valioso para sus vecinos, con quienes nos une un destino común y unos valores que queremos preservar. Volver al mundo no es una cuestión de orgullo, sino de responsabilidad en un momento extremadamente difícil para Europa.

Publicado en la edición impresa del Diario ElPAIS el lunes 14 de diciembre de 2015

José Ignacio Torreblanca es profesor en la UNED y director de la Oficina en Madrid del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores (ECFR).

En guerra

22 noviembre, 2015

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Entender la respuesta francesa a los ataques del viernes y construir una estrategia articulada y, sobre todo, eficaz, al desafío que plantean requiere dejar atrás dos debates o, casi mejor, tentaciones.

El primero es el debate relacionado con el papel del islam en nuestras sociedades. En él se mezclan sin mucho orden ni concierto prejuicios y clichés sobre la compatibilidad o incompatibilidad del islam con la democracia, la integración de los musulmanes, el papel de la religión en los espacios públicos, la identidad, el multiculturalismo y, ahora también, la necesidad de controlar los flujos de inmigración, asilo y refugio provenientes tanto del África subsahariana como de Oriente Próximo. Pero ese debate, que suele acabar enfrentando los partidarios de hablar de las “causas últimas del terrorismo” con los partidarios de establecer un cordón sanitario al islam tanto dentro como fuera de nuestras sociedades, resulta baldío a la hora de luchar contra el terrorismo.

El segundo falso debate es el relacionado con la definición del problema, y por tanto de su eventual respuesta, en términos bélicos. Ahí nos encontramos con los que intentan establecer una divisoria estricta (jurídica, política e incluso moral) entre las respuestas que involucran el uso de la fuerza militar y las que involucran el recurso a instrumentos propios del Estado de derecho como los tribunales, las fuerzas de policía y los servicios de inteligencia. Pero establecer un cortafuegos entre ambos tipos de respuesta también resulta estéril pues en el mundo en el que vivimos, y especialmente cuando enfrentamos una amenaza tan brutal como la que representan Al Qaeda y el Estado Islámico, las democracias tienen todo el derecho, y toda la legitimidad, para emplear a fondo todo el rango de instrumentos de los que disponen, incluida la fuerza militar, para luchar contra el terrorismo.

 En enero desde este año, después de los atentados contra la revistaCharlie Hebdo, el presidente Hollande se declaró en guerra contra el terrorismo yihadista. Y hace unas semanas, el primer ministro francés, Manuel Valls, justificó los bombardeos contra el Estado Islámico en Siria arguyendo el derecho de Francia, de acuerdo con el derecho internacional, a la legítima defensa. Ahora, tras los ataques del pasado viernes, Hollande ha convocado al Consejo de Defensa, haciendo así nuevamente presente el componente militar en la respuesta francesa al terrorismo.

Aunque desde España, con una cultura estratégica bien distinta, cueste a veces entenderlo, la posición francesa es clara, consistente y legítima. Si Francia se declara en guerra es porque ha sido atacada y, lo peor, porque espera más ataques, tanto dentro como fuera de su territorio. España como país socio, amigo y vecino, debería pedir la activación de la cláusula de solidaridad prevista en artículo 222 del Tratado de Funcionamiento de la UE, que prevé la movilización de todos los medios disponibles, incluidos los militares, en caso de ataque terrorista.

Publicado en el Diario ELPAIS el 14 de noviembre de 2015

 

 

La hora más difícil de Europa

9 octubre, 2015

Captura de pantalla 2015-10-09 15.43.14A perro flaco, todo son pulgas, sentencia el dicho popular. Esa es la situación en la que parece encontrarse Europa, expuesta a un muy peligroso entrecruzamiento de tres crisis que hasta ahora corrían en paralelo: la crisis de gobernanza del euro, con su clímax griego; la crisis de asilo y refugio, que amenaza con hacer saltar por los aires la libre circulación de personas; y la crisis en nuestra vecindad, que desde Ucrania a Libia pasando por Siria pone al desnudo la debilidad de la política exterior europea.

Por separado, cada una de esas crisis expone las profundas fracturas que recorren el proyecto europeo. Juntas forman una tormenta perfecta que, de no mediar una reacción a la altura de las circunstancias, muy bien podría acabar con el proyecto europeo. No se trata de una exageración. La construcción europea descansa hoy sobre tres pilares: el euro, la libre circulación de personas y los valores europeos. Si quitamos cualquiera de ellos, el edificio difícilmente se sostendrá.

Por un lado, la crisis griega ha puesto de manifiesto los problemas de gobernanza de la eurozona, problemas que tienen que ver tanto con la eficacia como con la legitimidad democrática. Mientras que EE UU hace tiempo que ha salido de la crisis, la eurozona sigue estancada económicamente y con unos niveles de desempleo que tensionan sus sociedades, sistemas políticos y Estados del Bienestar, provocando el auge de movimientos y grupos populistas a ambos lados del espectro político. Más allá de las diferencias, evidentes, entre las nuevas izquierdas y las nuevas derechas surgidas de la crisis, todas esas fuerzas comparten una reacción soberanista y anti-integración europea que no es sino un nuevo nacionalismo disfrazado de reacción democrática contra los mercados, la integración europea o contra ambos.

El reflejo nacionalista provocado por la crisis económica se verá sin duda acentuado por la crisis de asilo y refugio. La capacidad de absorber oleadas migratorias étnicamente diversas y convertirlas en una fuerza de progreso económico y social requiere de la existencia de una economía en crecimiento y de unas sociedades abiertas y predispuestas a la integración. Justo lo contrario de lo que le sucede hoy a Europa, estancada económicamente y bloqueada mentalmente con la inmigración. Hemos visto, desde Grecia a Ucrania, que la solidaridad europea apenas alcanza para llegar a los mismos europeos. Extender esa solidaridad hacia los no europeos, máxime cuando provienen de una zona geográfica como Oriente Próximo, con la que Europa mantiene legados y relaciones altamente tóxicas, no va a ser nada fácil.

No es ningún secreto que podríamos gestionar eficazmente la crisis de asilo y refugio. Como tampoco lo es que ello requeriría mucha más Europa de la que las autoridades nacionales están dispuestas a conceder. La polémica en torno a la voluntariedad u obligatoriedad de las cuotas de asilados no es anecdótica: una vez más, como ocurrió cuando comenzó la crisis griega, los gobiernos europeos han preferido adoptar una solución nacional antes que una europea. Ese método convierte a Europa en un remedo de lo que Churchill decía de Estados Unidos: los americanos, decía desesperado por las reticencias de Washington a intervenir en la guerra, siempre terminan por acertar, pero solo después de haber probado todas las demás alternativas. Europa gusta de vivir igual de peligrosamente, siempre esperando a que la situación se deteriore tanto que los gobiernos sólo puedan elegir entre el suicidio colectivo o más Europa. El problema es que, en un paciente debilitado y ya infectado por el virus de la xenofobia, las soluciones puede que lleguen tarde.

La reacción de Angela Merkel, ejemplar, necesita espacio y apoyo. Si los demás gobiernos europeos, como muchos ya están haciendo, miran para otro lado y dejan el problema en manos de Berlín, quitarán el oxígeno a la Canciller y ahogarán el proceso. Algunos pueden tener la tentación de ver con satisfacción el debilitamiento de la Canciller, pero deberían pensar dos veces en lo que vendría después: o bien iríamos a un cierre del espacio Schengen, con cada gobierno reintroduciendo fronteras y controles por su cuenta, o bien tendríamos una reacción defensiva a escala europea consistente en el refuerzo del control de fronteras externas de la UE, el endurecimiento de las normas de asilo y refugio y la generalización de las repatriaciones forzosas, es decir, la adopción del método húngaro a escala europea. No dejaría de ser paradójico que la crisis de asilo y refugio uniera a los europeos en torno un modelo de gestión de fronteras exteriores y flujos migratorios exclusivamente basado en la soberanía y los intereses económicos del receptor, es decir, un modelo basado en el “no vengáis si no se os invita previamente” y en él “si venís sin invitación, ateneos a las consecuencias”. No descartemos por tanto que tengamos una salida europea a la crisis, pero una salida a la Viktor Orban, incompatible con nuestros valores y principios.

El problema de la UE es que tanto en lo referente a la crisis del euro como en la crisis de asilo, siempre ha estado a la defensiva y desbordada, sin tiempo para remontar los problemas corriente arriba y solucionarlos en origen. Así ha sido con la gobernanza del euro, donde sólo de forma muy lenta e incompleta se han abierto camino mecanismos de prevención de carácter sistémico, y también con la política exterior europea. La fuente emisora de la inestabilidad que vivimos estos días está en una región vecina, Oriente Próximo, en la que Europa es incapaz de hacer valer ni sus intereses ni sus principios. Mientras Rusia e Irán definen sus intereses en la región de un modo tan brutal como cristalino y ponen todos sus activos diplomáticos, económicos y militares detrás de ellos, Europa carece de una visión sobre qué hacer, y tampoco sabe muy bien qué pedirle a Estados Unidos ni cómo trabajar con Obama. El problema de la UE con Siria no es tanto la carencia de instrumentos (aunque sea cierto que carece de ellos), sino el carecer de una política. Europa no sólo no sabe lo que quiere (¿negociar con Asad? ¿ir a la guerra contra al Estado islámico? ¿pactar con Rusia e Irán?) sino que tampoco tiene un método para averiguarlo, lo que deja a cada gobierno a su libre albedrío. El resultado no puede ser más desconcertante: mientras que la Francia de Hollande se declara en guerra contra el ISIS, los demás miran hacia otro lado y buscan un arreglo rápido con Asad. Acostumbrada a no actuar, Europa puede tener la tentación de no hacer nada. Pero la crisis de asilo es distinta: si no actuamos para cambiar nuestro entorno, ese entorno nos cambiará a nosotros. A peor.

Publicado en la edición impresa del Diario ELPAIS, cuarta página, el jueves 8 de octubre de 2015

La España ensimismada

1 septiembre, 2015

FullSizeRenderDespués de una complicada transición a la democracia, España volvió al mundo. En pocos años puso fin a décadas de aislamiento y a la vez que un lugar propio en la escena internacional se ganó el respeto de sus socios y amigos. En Europa, en América Latina y en el norte de África, España se embarcó en una intensa actividad diplomática, desplegando un gran número de iniciativas destinadas a profundizar los espacios de paz, seguridad, cooperación, integración y desarrollo. La decena de años que van de 1986 a 1996 configuran la década prodigiosa de la política exterior española, un periodo en el que el reconocimiento por los logros políticos, económicos y sociales de la joven democracia, aunado a la vocación internacional de los Gobiernos presididos por Felipe González, lograron que España boxeara muy por encima de su peso real.

El guante de ese retorno al mundo, iniciado por Felipe González, fue recogido por José María Aznar. Aunque se pueda discrepar de la visión de Aznar, esa visión existió. Dado que Aznar siempre receló del federalismo y del eje franco-alemán, su política exterior, juzgada por sus propios parámetros, también cabe ser descrita como exitosa; aunque contribuyó a dividir a Europa en dos bloques en la cuestión iraquí, logró situar a Madrid en el eje atlántico formado por Washington y Londres y dio un nuevo impulso a la proyección internacional de España.

Es frecuente atribuir los éxitos pasados de la política exterior española a la existencia de un sólido consenso entre ambos partidos. Sin embargo, ese consenso es un mito que no soporta el contraste entre las enormes diferencias mantenidas por socialistas y populares en época de González y Aznar. Frente a la visión convencional sobre las virtudes de un consenso en realidad inexistente, lo cierto es que el éxito de la política exterior de ambos se debió a algo tan sencillo como el activismo.

González y Aznar, en contraste con José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy, simplemente dedicaron más tiempo, gente, recursos e interés a los asuntos internacionales. Pudieron equivocarse, pero nunca por defecto. En contraste, Zapatero y Rajoy han sido presidentes con una escasa visión e interés por los temas internacionales, que nunca han ocultado su incomodidad en las citas internacionales, que no han cultivado las relaciones personales con sus colegas, tan cruciales hoy en día, y que han preferido refugiarse en la retórica y los lugares comunes antes que implicarse en la solución de los problemas exteriores.

Cierto que Zapatero, en contraste con Rajoy, tuvo más visibilidad internacional gracias a iniciativas como la retirada de Irak o el incremento espectacular de los fondos dedicados a la cooperación al desarrollo. Pero pese a la retórica europeísta de Zapatero, es difícil recordar una iniciativa europea que lleve su nombre o un problema cuya solución los europeos le deban. De hecho, su buena imagen internacional se debió más a iniciativas internas, como el matrimonio entre personas de mismo sexo o su defensa de los derechos de las mujeres que, sin embargo, Zapatero renunció a promover internacionalmente cuando, especialmente en América Latina, hubiera tenido un gran impacto.

En manos de Moratinos, su política exterior, muy recelosa de EE UU y alérgica a las cuestiones de seguridad y defensa, se deslizó peligrosamente por la senda del no-alineamiento. Iniciativas como la Alianza de Civilizaciones, mal medida y sin apoyo entre sus socios europeos, sus afinidades con los hermanos Castro, los servilismos con China, las simpatías con Rusia o el empeño de Moratinos en alinear a España con la Serbia de Milosevic en la cuestión de Kosovo a costa de las relaciones de España con los socios de la UE y la Alianza Atlántica, han llevado a algunos analistas a hablar de la “deseuropeización” de la política exterior española bajo Zapatero, invirtiendo el recorrido logrado por González.

Sumado a los años de Zapatero, el perfil de la política exterior de Rajoy completa una España ausente de la escena internacional y desdibujada en sus perfiles tradicionales: ni en el Atlántico, ni en Europa, ni en América Latina ni en el Mediterráneo es España hoy un socio al que se le pueda atribuir visibilidad, margen de maniobra o una visión propia. Cierto que la crisis ofrece una buena excusa para justificar ese ensimismamiento, pero se trata de una excusa demasiado fácil que no sirve para tapar iniciativas vacías de contenido o mal planteadas como la marca España, el excesivo énfasis en la diplomacia económica o la nula presencia internacional del presidente Rajoy.

La dificultad de hablar de la política exterior de Rajoy arranca de un mal parecido al de la época de Zapatero: la combinación de un presidente ausente y desinteresado con un ministro de Exteriores, Moratinos entonces, García-Margallo ahora, que actúa por libre, sin directrices del Gobierno, el grupo parlamentario o el partido. En el caso de García-Margallo, esto ha supuesto un empeño tan recurrente como contraproducente en hablar de Cataluña, cuando precisamente él debería ser el último del gabinete en hablar del tema, o una vocación en vincular Cataluña, Kosovo y Crimea que no solo da alas internacionales a Putin y debilita la posición europea, sino que sitúa a España, una vez más, como un aliado excéntrico. Como broche, el ministro Margallo ha aconsejado a Rusia referir la anexión de Crimea al Tribunal Internacional de Justicia en la convicción de que este anularía la cesión en 1954 del territorio a Ucrania por Jruschov y así convalidará la anexión posterior por Putin.

Pero es quizá la actuación española en relación con la crisis migratoria, con el presidente Rajoy ausente mientras sus colegas europeos se involucran a fondo, la que mejor pone de relieve la falta de visión del Gobierno. Que el ministro del Interior hable sin pudor del efecto llamada que provocan los rescates en alta mar y el ministro de Exteriores arguya que las tasas de paro de España impiden aumentar unas cifras de asilo ridículas no solo provoca bochorno, sino que tendrá consecuencias cuando sea España la que reclame la solidaridad a sus socios.

Es difícil reconocerse en esta España ensimismada y egoísta, con un nulo compromiso con la promoción de la democracia y los derechos humanos en el exterior y miopemente centrada en promover su bienestar ignorando las interdependencias de las que precisamente depende ese bienestar. Y lo peor puede estar por venir, pues la fragmentación electoral puede desembocar, después de las elecciones de fin de año, en un ensimismamiento aún mayor. En los últimos años, la política española se ha acostumbrado a volar muy bajo y ha cerrado demasiadas puertas. Es hora de abrirlas y volver al mundo.

Publicado en la edición impresa del Diario ELPAIS (Cuarta página) el 31 de agosto de 2015

El fracaso de Tsipras

15 julio, 2015

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Cuando Alexis Tsipras ganó las elecciones en enero de este año, él y Syriza, su coalición de izquierdas, tenían ante sí dos opciones. Una consistía en coaligar a las fuerzas europeístas de los socialistas de Pasok y los reformistas To Potamí en un Gobierno que pudiera trabajar con las instituciones europeas y el resto de los Gobiernos de la eurozona para corregir los errores del pasado y situar al país en una senda de recuperación económica y social. El entorno no podía ser más propicio. A su favor tenía el cambio de énfasis de la nueva Comisión Europea, volcada en los planes de inversión liderados por Jean-Claude Juncker, ahora crítico con el papel de la Troika en los dos rescates anteriores. También contaba con el activismo de Mario Draghi, embarcado en un programa de compra de activos que, por fin, asemejaba al BCE a la Reserva Federal estadounidense, y que permitía a las economías más débiles de la eurozona, como España, comprar tiempo y espacio ante los mercados de deuda para que las reformas estructurales comenzaran a generar crecimiento.

Y en París y en Roma, Hollande y Renzi estaban deseosos de utilizar el ejemplo griego para ablandar las políticas de austeridad con el doble argumento de que dichas políticas no sólo no funcionaban si no iban acompañadas de políticas de estímulo e inversión, sino que eran insostenibles políticamente pues, como Grecia demostraba, acababan destruyendo a los partidos europeístas, a derecha e izquierda. Incluso los muy endurecidos socialdemócratas alemanes, capitaneados por el presidente del Parlamento Europeo, Martin Schulz, estaban dispuestos a echar una mano si se les solicitaba.

Pero en lugar de formar un bloque europeísta, Tsipras eligió formar un bloque soberanista con la derecha nacionalista y euroescéptica de ANEL, a la que a cambio de su voto de investidura no sólo concedió el Ministerio de Defensa, sino una de las líneas rojas más vergonzosas que Syriza ha venido manteniendo en sus negociaciones con el Eurogrupo en estos seis meses: la imposibilidad de recortar, en un país hundido en una crisis social, un gasto de Defensa que duplica en porcentaje del PIB al de sus socios europeos. Mientras que el programa político de Syriza se ha articulado en torno al relato de la recuperación de la soberanía mancillada por la Troika y la restauración de la democracia, dándole la voz al pueblo en un referéndum con el que recuperar la dignidad frente al exterior, el programa económico ha buscado exponer la inviabilidad del modelo de política económica dominante en la eurozona, basada en la reducción del déficit vía aumento de los ingresos, reducción de gastos y adopción de reformas estructurales de corte liberalizador.

Esta estrategia de confrontación, trufada de provocaciones a Alemania a costa de su pasado nazi, devaneos geopolíticos con la Rusia de Putin y unas tácticas negociadoras que han reventado la confianza entre las partes, han conducido al suicidio político de Tsipras y a un empeoramiento todavía más agudo de la economía griega. Con Tsipras obligado ahora a adoptar en una dosis —encima aumentada— todo aquello que desde el principio quiso superar, y la economía griega forzada ahora a soportar todavía otro ajuste económico, al que se añade una crisis bancaria, el resultado de estos seis meses de Gobierno no puede ser más descorazonador.

A los historiadores queda explicar cómo un hombre que llegó al poder armado de la enorme autoridad moral que le concedía el cúmulo de errores cometidos tanto por el Eurogrupo como por sus predecesores de izquierda y derecha pudo, en cada encrucijada que tuvo delante, tomar el camino equivocado. Como Lutero al fijar sus 95 tesis en la puerta de la iglesia del castillo de Wittenberg, dando inicio así a la Reforma Protestante, Tsipras y el defenestrado Varoufakis parecen haber tenido como único objetivo demostrar una serie de tesis: que el euro está mal diseñado, que la austeridad no funciona, que la deuda es impagable y que la UE destruye la democracia y los derechos sociales. Tesis todas muy discutibles, en el mejor sentido del término, y que dividen profundamente a los europeos de todas las ideologías. Pero como hemos visto estos meses, el debate ideológico y la acción de gobierno son cosas bien distintas.

Al final Tsipras se ha quedado sólo, y con él, tristemente, Grecia y los griegos. Porque a pesar de los encomios desde el frente soberanista y la elevación de Tsipras a la categoría de héroe de la Reforma protestante anti-europea, lo que Marine Le Pen en Francia, Putin en Rusia, Farage en el Reino Unido o Víctor Orban en Hungría necesitan es un mártir, no un éxito, y un pueblo humillado al que señalar con el dedo ante sus huestes. De ahí que no vayan a mover un dedo por los griegos. Lamentablemente, como muestran los niveles de desconfianza y dureza introducidos en el acuerdo alcanzado entre Grecia y sus socios, nunca vistos en la eurozona, algunos miembros de la eurozona parecen estar bien dispuestos a colaborar con ese empeño en dar armas a los populismos soberanistas de izquierdas y de derechas.

Consecuencia de sus errores y dogmas, Tsipras se ha situado en una situación imposible entre aceptar la salida voluntaria y temporal de la eurozona (aunque no de la UE) que le sugieren desde Alemania, o aceptar convertir al Gobierno de Syriza, que en teoría iba a devolver la dignidad al pueblo griego, en el administrador de un protectorado de la eurozona, que es lo que representa el acuerdo ofrecido a Tsipras. La primera opción supondría para los griegos aceptar la humillación de ser expulsado de la eurozona a cambio de la dignidad de poder volver a gobernarse a sí mismos; la segunda supone aceptar ser gobernado desde fuera a cambio de una posibilidad, no cuantificada pero más bien remota, de que la economía mejore algo.

Uno puede pensar qué es lo que haría si fuera Tsipras, pero lo realmente intrigante es por qué Tsipras hará lo que va a hacer, es decir, si su aceptación de las condiciones del tercer rescate es sincera y por tanto estará comprometido con hacer funcionar ese increíble paquete de austeridad y reformas, o si meramente lo acepta porque sabe que el tercer programa, como los otros dos anteriores, será un fracaso. Tsipras ha fracasado, pero su fracaso es tan rotundo y deja detrás tanta frustración que abre una nueva etapa de incertidumbre.

Publicado en la edición impresa del Diaro ELPAIS el martes 14 de julio de 2015 (cuarta página)

Europa es ahora el problema

13 junio, 2015

1433873465_951956_1434024029_noticia_normalCuando el 12 de junio de 1985 España firmó el tratado de adhesión a la (entonces) Comunidad Europea, se sumó a una Europa que iba a más, que se integraba en lo político y en lo económico, forjando, como prometían los preámbulos de sus tratados, una unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa. Esa Europa era ambiciosa tanto hacia dentro como hacia fuera: promovía la cohesión social y fomentaba la convergencia entre el norte y el sur, pero también tenía ambición exterior y quería jugar un papel relevante en el mundo. En poco más de una década desde la incorporación de España, aquella pequeña Europa de nueve miembros a la que la España democrática dirigió su solicitud de adhesión se estaba dotando de una moneda única y, tras superar con éxito la reunificación de Alemania, planeando más que duplicar su número de miembros.

En modo alguno es casualidad que los mejores años de la historia de España, los “treinta gloriosos” que el resto de Europa ya había disfrutado coincidiendo con el inicio del proyecto de integración en la década de los cincuenta del siglo pasado, hayan coincidido con este proceso de europeización que se inició en 1977 con la solicitud de adhesión. España encajó en aquella Europa que se integraba a toda velocidad como una mano en un guante: en ella encontró un vehículo perfecto para completar un proceso de modernización política, económica y social en demasiadas ocasiones pasadas truncado. Como el proyecto europeo y el proyecto nacional no eran sino dos caras de la misma moneda, imposibles de separar, la política europea y la política nacional fluían al unísono con suma naturalidad. Por eso, a la vez que dejarse llevar hacia la modernización, España pudo liderar políticas europeas como la cohesión o la ciudadanía con una enorme confianza en sí misma, abrirse al mundo y encontrar, por fin, su lugar en un mundo globalizado.

Sin duda que Europa ha sido, como Ortega dictaminó, la solución al problema de España. Hoy, España tiene problemas de gran calado —por cierto muy similares a los que padecen todas las sociedades democráticas avanzadas de nuestro entorno—, pero no es un problema, ni para sí misma ni para los demás, en el sentido orteguiano. A cambio, sin embargo, es Europa la que se ha convertido en un problema. Plantear Europa como problema en un país construido sobre la aseveración orteguiana de que “España es el problema, Europa la solución” puede sonar a provocación. Pero hablar de Europa como problema puede tener bastante sentido si dejamos a un lado la acepción más trascendental —la que nos remite a una discusión acerca de nuestro ser colectivo y nuestra identidad— para, a cambio, adoptar una visión algo más práctica que entienda Europa como un problema práctico que resolver, es decir, la que nos lleve a discutir cómo organizar nuestros asuntos públicos, nuestra democracia, nuestra economía y nuestra sociedad teniendo en cuenta la existencia de la Unión Europea.

Porque la realidad hoy es que, casi 40 años después de que nuestra Constitución previera, en su artículo 93, celebrar tratados por los cuales se cediera a una “organización o institución internacional el ejercicio de competencias derivadas de la Constitución”, esa Unión Europea a la que por prudencia los padres constituyentes no pudieron referirse por su nombre y apellidos (¿y si no nos admitían?) se ha convertido en un nuevo nivel de Gobierno cuyas competencias alcanzan todos los órdenes de la vida política, económica y social de los ciudadanos españoles, casi en una cuarta rama de poder que se suma al ejecutivo, legislativo y judicial.

Cierto que esta Unión Europea que a raíz de la crisis del euro ha dado un gran salto en la integración, y que se apresta a dar otro de todavía mayor alcance con el fin de completar la unión monetaria y prevenir problemas como los que generaron la crisis del euro, no tiene un problema de legitimidad en sentido estricto, pues se nutre del consentimiento de gobiernos y parlamentos legítimamente elegidos. Pero es inevitable plantearse si esta gran agencia en la que se ha convertido la Unión Europea, con una batería de reglas tan estrictas para los Estados miembros como los mecanismos para prevenir y, en su caso, sancionar su incumplimiento, es sostenible políticamente sin una legitimación de la ciudadanía más activa y directa de la que escasamente emana de unas elecciones europeas que suelen jugarse en clave nacional y de espaldas a la mayoría del público.

No es de extrañar que en las tres décadas transcurridas desde 1985 los españoles hayan pasado de un europeísmo muy instintivo, poco informado y más bien basado en los beneficios materiales de la adhesión a un europeísmo algo más frío, también más crítico. Del enorme consenso que al comienzo de la Transición suscitó el proceso de integración en Europa, hemos pasado a un estado dominado por la incertidumbre y, en algunos, hasta el resquemor. Aunque sean hoy pocos los partidarios de abandonar el euro, parece que son casi tan pocos como los que confían en que el euro vaya a ser capaz de superar las divisiones, económicas y mentales, que con tanta fuerza han resurgido entre el sur y el norte y volver a generar una dinámica virtuosa de convergencia en la que todos ganen por igual.

El proyecto europeo está en tierra de nadie: aunque muchos dentro de Europa los añoren, y otros fuera de ella sueñen con reconstruirlos, los Estados europeos hace tiempo que abandonaron en la cuneta ese viejo y anquilosado vehículo llamado Estado-nación y se subieron al tren de la integración supranacional. Sin embargo, están igualmente lejos de conformar una unión política de verdad, democrática y a la vez legítima, que sea algo más que una unión de reglas para supervisar el correcto funcionamiento de los mercados, la moneda y los presupuestos. Nos hemos quedado a medio camino en una Unión Europea dominada por las tensiones dentro y entre los Estados, con opiniones públicas cada vez más escépticas y líderes nacionales cada vez más renuentes a enfrentar su irrelevancia.

Si la Europa en la que nos integramos ofrecía un proyecto de futuro ilusionante, la Europa en la que habitamos hoy parece más un espacio en el que competir unos contra otros que uno en el que cooperar para lograr asegurar nuestro bienestar colectivo como europeos. Treinta años después, esta Europa, pequeña en su ambición y egoísta en su vocación, es el problema que, con el permiso de Ortega, debemos arreglar.

Publicado en la edición impresa del  Diario ELPAIS el 12 de junio de 2015