Érase una vez un país llamado Eurolandia. Con 332 millones de habitantes, ese país era el tercero del mundo en población, sólo por detrás de China e India y ligeramente por delante de EE UU (que contaba con 318 millones de habitantes). Con un PIB de 9 billones de euros, Eurolandia era la segunda economía más grande del mundo, sólo por detrás de Estados Unidos (11 billones), muy por delante de China (6 billones) y a años luz de Rusia (1,6 billones). Con algo más de 28.000 euros de renta per cápita, sus ciudadanos disfrutaban de un nivel de riqueza y bienestar incomparablemente más alto que el de la mayoría de los habitantes del planeta y vivían en un espacio de libertad y seguridad sin parangón, con unos sistemas democráticos y de bienestar social que se contaban entre los más avanzados del mundo.
Sí, bueno, los eurolandos y las eurolandas, pues así habían convenido en llamarse, también tenían problemas. No todo era perfecto en Eurolandia, ni mucho menos: había desempleo y desigualdades, regiones ricas y pobres, una población envejecida y endeudada, mujeres que ganaban menos que los hombres y unos jóvenes sin muchas perspectivas. Por haber, había hasta radicales extremistas que abominaban de todo. Pero no era eso lo que llamaba la atención al resto del mundo. Al fin y al cabo, ¿qué sociedad avanzada no tenía esos o parecidos problemas? No, lo que verdaderamente llamaba la atención a sus vecinos y visitantes era cómo los eurolandos conducían sus asuntos públicos. Pues la República de Eurolandia se gobernaba de una manera que al resto del mundo se le antojaba incomprensible.